En el pasado siglo, España se reincorporó tardíamente a la industrialización europea invirtiendo recursos en Formación Profesional, en facilitar suelo a las empresas que lo demandaban, favoreciendo fiscalmente la inversión industrial y la instalación de empresas en polígonos urbanizados especialmente para ello. En aquel entonces, nuestros costos salariales eran muy competitivos y los de la Seguridad Social también, de manera que la relación activos-pasivos permitió en los años 70 incrementar las cotizaciones de manera desmesurada sin que el sistema se resintiera. Cuando Europa supera el primer estadío de desarrollo industrial incorporando a sus procesos empresariales los efectos y consecuencias de las inversiones realizadas en inteligencia durante los años precedentes, España se queda atrás en dicha aventura, limitándose a competir ofreciendo lo que ya ha conseguido: precios y costos baratos.

Nuestro componente industrial de hoy, incluyendo energía, es solo del 14%, lejos del 16% de media europea y muy alejado de la media alemana que se encuentra en el 24%. Hemos arrojado por la borda sectores en los que fuimos “punteros” durante dos décadas (60-70) tales como textiles y navales, arrumbados ante la justificación fácil de que eran actividades propias de países subdesarrollados y nosotros ya no lo éramos. Incluso durante la década de los 80, hipertrofiamos tanto nuestra dedicación a los servicios que algún Ministro de Industria defendió la tesis de que “la mejor política industrial es la que no existe”. El objetivo sin duda, de ese Ministro y de ese Gobierno, era liberalizar precios, suprimir tasas arancelarias, y todo ello para contribuir a dotar al mercado español de una autonomía que no tenía y de una capacidad de competencia que brillaba por su ausencia. Hoy sabemos que tal política era inocente, y que el Estado dispone de múltiples instrumentos para actuar sobre el sustrato en el que se apoya la inversión industrial, de manera que sin su concurso es imposible construir una política industrial eficaz; hasta el más ingenuo de los españoles sabe que los suizos, además de bancos tienen empresas, y su componente industrial es más importante incluso que el de los servicios y lo mismo sucede en Austria y en los países escandinavos en los que, a pesar de su costosísima sociedad del bienestar, son capaces de competir con el resto del mundo, exportar los productos que fabrican, y lo que es más importante: dar empleo en la industria a quien lo ha de menester.

Es preciso erradicar a corto plazo determinadas inacciones indeseables si queremos que nuestro componente industrial supere en los próximos 5 años la media europea y nos coloquemos en torno al 20% del PIB. Una cuestión es crucial y nos referimos al coste energético: solo el 42% del recibo de la luz expresa un gasto típicamente eléctrico, de manera que el 58% restante, son factores que nada tienen que ver con la producción y distribución de electricidad. En los últimos 10 años, el recibo de la luz ha subido un 60%, sin duda mucho más que los salarios de los trabajadores. En muchas actividades productivas, los empresarios compiten con las manos atadas a la espalda al tener que enjugar en su estructura de costos un diferencial con respecto a la media europea superior al 35%, hasta el extremo de que para muchos sectores y empresas, el coste de la energía que consumen es mucho más importante que el de la mano de obra necesaria para afrontar el correspondiente proceso de regeneración industrial. Son exigibles, pues, reformas todavía pendientes. El resultado de todo ello es un 24% de paro, un 56% de desempleo juvenil y la convicción de que si en el pasado 2008 nuestro desempleo descendió a una cifra superior al 7%, fue fundamentalmente porque la burbuja inmobiliaria había sido capaz de albergar a más de 1 M. y medio de trabajadores en el sector del “ladrillo”, un 14% de nuestra población activa, el doble de la media europea.

La configuración de una política industrial exige una actuación global del Gobierno y de Sindicatos y Patronales.