Con ocasión del III aniversario de la entrada en vigor de la Ley 3/2012 que ratificó los términos de la Reforma Laboral promovida por el actual gobierno a través del Real Decreto-ley 3/2012, se han producido múltiples intervenciones, laudatorias unas y denostadoras otras, de los términos en los que ha consistido la reforma de nuestra normativa laboral en materia de contratos, despidos, negociación colectiva y otros. Los partidarios de la iniciativa han sostenido, como por ejemplo el presidente de CEIM, que la Reforma Laboral ha coadyuvado a defender el empleo y la supervivencia de muchas empresas, con ocasión de la durísima crisis que hemos sufrido durante los últimos 7 años, y de la que empezamos a salir con alto dolor y esfuerzo en estos momentos. Por el contrario, los líderes sindicales Méndez y Toxo y, sobre todo, el Secretario General del partido socialista, Pedro Sánchez, amenazan con derogar la Reforma Laboral si en las próximas elecciones generales se produce un vuelco partidario capaz de sustituir a Mariano Rajoy, aunque fuere por un cuatripartito, lo que permitiría o retornar al pasado, es decir: a la normativa existente con anterioridad a la reforma laboral o, por el contrario, y ello sería más inteligente, analizar y evaluar los efectos de la reforma laboral, los positivos y negativos desde todos los puntos de vista, contrastarlos con la normativa o derecho comparado y rectificar aquellos términos en los que se haya producido un claro exceso, o la normativa suponga una manifiesta indefensión de los derechos de los trabajadores. Para que la contradicción contra la reforma se limite a lo imprescindible, hay que huir de la imagen de que la mayoría de izquierdas patrocina una contrarreforma y con ella el retorno a la rigidez laboral, a la falta de disponibilidad de los empresarios y con ella la dilución de los procesos de confrontación de intereses laborales en procedimientos inacabables, caros en sí mismos y, sobre todo, muy largos y dependientes en último extremo de una resolución judicial que, será siempre garantista en extremo, lo que conduciría, a la postre, a que el empresariado siga optando por contratar “temporal” y huir de plantillas numerosas y de contratos fijos.
En efecto, el riesgo de la contrarreforma que vaticinan los radicalismos al uso es que se consolide la dualización en la que se desenvuelve el mercado de trabajo desde 1984, fecha en la cual gobernando Felipe González, nace el contrato temporal no causal. Desde nuestro punto de vista, el principal problema del país es este último: la división en dos de un mercado que condena a los jóvenes a eternizarse en empleos precarios frecuentemente mal retribuidos y sin ninguna seguridad ante el futuro, lo que no les permite programar sus propias vidas y, además, empuja a las empresas a invertir muy poco o nada en la formación continua de sus propios trabajadores, a sabiendas de que, para huir del temor “sacrosanto” a la fijeza en el empleo, van a renovar esas mismas plantillas de manera periódica. Resolver esta cuestión es fundamental.
El gobierno futuro puede ofrecer una evaluación propia de los efectos de la reforma laboral de 2012 y remitir tal informe al Consejo Económico Social para que emita su opinión al respecto, de manera que todo ello sea administrado por sindicatos y patronales para, en base al diagnóstico elaborado, abordar los cambios y correcciones que fueren necesarios para salvaguardar los empleos, facilitar la movilidad laboral, propiciar un marco en el que sea factible la creación de empleo y que todo ello no tenga por qué mermar los derechos fundamentales de los trabajadores. Los mercados de trabajo y sus regulaciones funcionan en todos los países a través de un sistema de equilibrios en el que se yuxtaponen los derechos de unos y otros y, sobre ambos, la necesidad práctica de que las empresas sobrevivan.
Al respecto, es posible una corrección de la reforma laboral que no implique una vuelta al pasado inútil e improductiva en sí misma, y que, sin embargo, procure una racionalización más operativa de los modos y procedimientos con los que habitualmente hay que operar en el mercado de trabajo para que crezca la productividad, y con ella, el empleo. Esta es la cuestión que trasciende de voluntarismos que a nada conducen.